En una de las mesas que adornan la entrada del prestigioso
restaurant parisino “La Maison du
Moineau” un hombre bien ataviado grita. El sujeto poseso por el
histerismo sacude un pañuelo descolorido con su mano izquierda mientras, con la
derecha, golpea el suelo en repetidas ocasiones con un bastón de empuñadura
equina. Al mirar hacia arriba se encuentra en el enorme espejo que cruza el
hall, entorna sus ojos y choca con su imagen que le tortura. Le aterra reconocer
su rostro defectuoso, sin orificios, sin boca ni nariz, también sin ojos, ni
orejas; le horroriza no ver cabeza sobre sus hombros ni hombros sobre su
torso. Exasperado ante la impasividad de la muchedumbre amaga con un nuevo golpe
de bastón, enérgico, brioso, potente; no tiene brazos y el garrote cae al
suelo. El miedo lo anega e intenta huir inútilmente, sin piernas la fuga se
transforma en un leve vaivén de su cuerpo incapacitado sobre el blanco inmaculado
del piso.
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