"El secreto está en saber escuchar esas voces dormidas"
Lucas Palafox, 1987

domingo, 17 de noviembre de 2013

arO



   Al cruzar el aro la fiera desapareció, así comenzó todo. Entonces el público aun lo suponía un juego más, un engaño a sus ojos inexpertos, un truco, fascinante e ilógico sí, pero un truco al fin y al cabo, para eso pagaron y por eso aplaudían. La cara del domador sin embargo reflejaba algo muy distinto, no daba crédito a lo ocurrido y quizás por eso seguía allí paralizado, como una roca, con el aro en alto y el látigo abatido en sus pies, como si aun esperara ver al animal aparecer al otro lado. Cuando el aro empezó a generar “la brisa” todo cambió. Al principió fue el látigo, más tarde taburetes, balancines y diábolos los arrastrados hacia su interior, pero fue al desaparecer la elefanta cuando el escenario se transformó drásticamente, y ya no se escuchaban aplausos sino gritos, la expectación se había disfrazado de caos y el espectáculo circense de tragedia universal. Todo cuanto había en la pista, en el graderío, en la carpa, fue succionado; animales y domadores, trapecistas y trapecios, la mujer y su barba, los payasos, los globos, el forzudo, los equilibristas, los malabares, las anillas, los asientos, la pista, la carpa, la música, los llantos, los gritos, el grito, todo. Todo excepto el domador que seguía allí, como esculpido en mármol, con el aro en la mano. En apenas dos horas la ciudad entera había sido devorada, miles de vidas desaparecidas en algún lugar de la inexistencia, cientos de viviendas reducidas a un paraje desértico, solitario, en el que sólo podía verse a un hombre sujeto a un aro. Pronto no le quedó más remedio que andar, buscar agua, alimento, ayuda, vida, no le quedó más que andar, andar, andar. Ciudades enteras absorbidas a su paso, bosques, personas, animales y plantas sucumbían ante el poder de aquel poderoso agujero, millones de años de evolución eran condenados a la extinción bajo la aterrada mirada de un solo testigo. Cuando todo desapareció poco pudo hacer el domador más que lamentarse, que odiar aquel arma destructiva que aun sostenía en su mano, poco más pudo hacer que maldecir su propia existencia en aquella tierra ahora inhabitable, poco más que soltar el aro.
   Entonces no hubo más sonido que el silencio, no hubo mas olor que la tierra ni más luz que la tiniebla, en aquel instante en el que todo fue calma solo se escuchó una voz. Al abrir los ojos la fiera aun le miraba, esperando la señal del látigo para saltar.




2 comentarios:

Perlas de Baily dijo...

Realmente da miedo ese aro. Un auténtico relato de terror.

[J.C.C]* dijo...

Tienes toda la razón Pedro, una fuerza demasiado poderosa e incomprensible. A mí hay algo que me inquieta mucho y es no saber cuál será la reacción del domador y si tendrá una nueva consecuencia...

 

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