Esta huella no es sólo un surco en la tierra.
Sí tiene esa misma condición de permanencia en el tiempo pero es su parte física la que no comparte. A la huella que yo me refiero le encanta disfrazarse y mudar de piel tantas veces gusta, una maestra del mimetismo que en su interior guarda la idea de perdurar, de hacerse más y más vieja, disimulada siempre en las arrugas de nuestra memoria y en la complejidad laberíntica de sus fisuras.
Un chusco de pan. Un chusco de pan hueco, despojado de miga, empapado de aceite y relleno de miga. He aquí una huella. Un disfraz, otra cara, otro papel doblado ocupando su conveniente lugar en una de las ranuras. Yo lo abro y lo cierro si quiero. Lo abro y lo cierro tantas veces me apetezca y después lo devuelvo a su ranura. Ahora la huella es una tijera, una tijera que se esconde en uno de los refajos del sofá, seguro para que yo la encuentre, aunque más tarde, mucho más tarde, en otro surco, en otra grieta. Agujeros de gusano, antes allí y ahora aquí, lo material convertido en volátil, lo concreto en abstracto como un vapor de agua. Un monedero. Un diminuto monedero sobre el que se abrazan amantes dos bolas de metal, muy celosas ellas, eso es sin duda otra de mis huellas, un borriquito, otra huella, una llave colgada en el pecho, otra, una mano dormida y macetas, muchas macetas.
Una caja de dulces rellena de hilos y agujas y retales y remiendos.
Una huella es una marca que a veces duele encontrar aunque es un dolor extraño, que no duele. Un dolor que no duele y un dolor que si emociona. Un aguijón de sal, que pica y desaparece porque como ya sabéis, esta huella no es sólo un surco en la tierra, sí que tiene esa misma condición de permanencia en el tiempo pero es su parte física la que no comparte.
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