La pescamos en una de las salidas a Bering (digo pescamos porque así fue como la encontramos, enredada en el trasmallo que usábamos para el pescado). Supimos que era una sirena porque su cuerpo era una mezcla macabra de pez y mujer. Para nada ostentaba la belleza de las sirenas descritas en las novelas, de hecho aquella cosa distaba mucho de cualquier criatura descrita en las novelas. Un puñado de escamas engarzadas a una masa de pelo y carne amarilla.
No hablaríamos de aquello, ese fue el pacto.
Colgué del techo conchas y erizos marinos, los más bellos que encontré; ahora mi lavabo sería su hogar. Cubrí el parqué con la mejor arena de todo el Gobi, fina y delicada como la sémola, casi agua; y en el fondo de la pila, algas estuarias de Yukón y alguna que otra estrella de mar.